Reforma tributaria: sostenibilidad fiscal con impacto silencioso — y el error de creer que la clase popular no usa gasolina

Alejandro Nieto Loaiza. Director Revista Juventud Alejandro Nieto Loaiza. Director Revista Juventud
Alejandro Nieto Loaiza. Director Revista Juventud
Alejandro Nieto Loaiza. Director Revista Juventud

La nueva reforma tributaria propuesta por el gobierno del presidente Gustavo Petro busca recaudar más de $26 billones para financiar el presupuesto nacional de 2026. Su enfoque, según el discurso oficial, es progresivo: gravar más a quienes tienen más. Sin embargo, al analizar sus implicaciones prácticas, surgen tensiones que merecen una revisión crítica, especialmente en lo que respecta al impacto sobre la clase media trabajadora y los sectores más vulnerables.

Uno de los pilares de la reforma es el aumento del IVA sobre la gasolina y el ACPM, que pasaría del 5% actual al 19% en 2027. El presidente ha afirmado que “el pobre casi no usa gasolina”, pero esta afirmación desconoce una realidad evidente: en Colombia, miles de ciudadanos de estratos 1, 2 y 3 dependen de motocicletas y vehículos económicos para trabajar, movilizarse y sostener sus economías familiares. Tener un carro de $5 millones de pesos no convierte a nadie en rico; en muchos casos, es una herramienta de subsistencia.

El alza en combustibles no solo encarece el transporte individual, sino que tiene un efecto multiplicador sobre el costo de vida: transporte público, distribución de alimentos, servicios logísticos y productos básicos se verán impactados. Aunque la inflación anual se mantiene relativamente estable —cerrando julio de 2025 en 4,9% según el DANE—, este tipo de incrementos puede reactivar presiones sobre los precios. En este contexto, la clase media trabajadora —ya golpeada por la informalidad y por una inflación que, aunque controlada, sigue afectando su poder adquisitivo— absorberá una carga tributaria indirecta que contradice el espíritu redistributivo de la reforma.

Ahora bien, no todo es negativo. La reforma también introduce elementos positivos que deben reconocerse. El impuesto al carbono, por ejemplo, es una medida necesaria para avanzar hacia una economía más limpia y responsable. La eliminación de beneficios tributarios a empresas contaminantes y la imposición de gravámenes a dividendos, herencias y fusiones empresariales apuntan a una mayor equidad fiscal. Además, el control sobre plataformas de comercio digital como Temu y Shein busca nivelar el terreno frente al comercio local formal.

En términos institucionales, la reforma representa un esfuerzo por corregir desequilibrios estructurales, como el déficit del Fondo de Estabilización de Precios de los Combustibles (FEPC), que acumuló más de $72 billones en los últimos años. Sin embargo, la sostenibilidad fiscal no puede lograrse a costa de invisibilizar el impacto sobre quienes menos tienen.

La verdadera progresividad no se mide solo por quién paga más en términos absolutos, sino por cómo se distribuye la carga en relación con la capacidad de pago. En ese sentido, el gobierno se equivoca al subestimar el efecto del aumento de la gasolina sobre los sectores populares. Una reforma tributaria justa debe ser trazable, reversible en sus efectos negativos y acompañada de medidas compensatorias claras.

La discusión está abierta. Y como ciudadano comprometido con la institucionalidad, la justicia social y la eficiencia, creo que es posible construir una reforma más equilibrada, sin perder de vista a quienes, aunque no figuren en las estadísticas de riqueza, sostienen el país desde la base.

Una Nota de Cristal de: Alejandro Nieto Loaiza, Director, Revista Juventud, Administrados de Empresas en Formación

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