El Fondo Mixto de Cultura del Quindío: cuando el clientelismo se disfraza de poesía

José Gustavo Hernández Castaño, Magíster en Ciencias Políticas. Columnista RJ
José Gustavo Hernández Castaño, Magíster en Ciencias Políticas. Columnista RJ

En un país donde la cultura debería ser sinónimo de sensibilidad, dignidad y bien común, resulta doloroso –y a la vez grotescamente ilustrativo– constatar que el arte ha venido siendo convertido en coartada para contratar a dedo, evadir licitaciones y enriquecer a unos pocos bajo el amparo de la estética. El caso del Fondo Mixto de Cultura del Quindío es un ejemplo pulido y rutilante de esta maniobra; una joya del cinismo institucional que transforma la sensibilidad artística en un decorado que oculta la más rancia práctica de contratación a dedo. Donde debiera haber danza y palabra, hay cifras amañadas y contratos con dedicatoria. Donde debiera haber lienzos, hay ladrillos. Y no los del arte urbano, sino los del cemento sin licitación.

Bajo la apariencia de legalidad –esa máscara elegante que usan los burócratas para jugar al derecho mientras lo violan en silencio–, se ha instalado un modelo donde la cultura sirve de tapete bajo el cual se barre el polvo del clientelismo político. La excusa es siempre la misma: “agilidad”. Pero la agilidad, en estos lares, no es otra cosa que la prisa por repartir contratos entre compadres y demás fauna del poder, dejando por fuera a los verdaderos gestores culturales, esos que aún creen en la palabra “dignidad” sin necesidad de comillas.

Porque sí, la cultura tiene un capital simbólico tan poderoso que nadie se atreve a tocarla sin parecer un bárbaro. Basta ponerle el apellido “cultural” a un contrato público para convertirlo en intocable, impune, bello en la forma y podrido en el fondo. Es el conjuro perfecto: el que se atreva a criticar, será tachado de enemigo del arte, de hereje, de aguafiestas en la celebración estética del despilfarro. Así, lo que comenzó como una herramienta noble para fortalecer los procesos comunitarios, terminó convertido en un elegante mecanismo de contratación paralela, sazonado con poesía burocrática y perfume de convocatoria.

Pero si el clientelismo fuera sutil, aún tendría el mérito del sigilo. El caso del Fondo Mixto es tan explícito que raya en el esperpento. En diciembre de 2021, con la precisión quirúrgica del que no deja huellas, la Junta Directiva reformó los estatutos del Fondo, ampliando su objeto social para permitirle ejecutar obras civiles, realizar interventorías y ofrecer servicios logísticos. ¡Aleluya! De gestor cultural a constructor de canchas, auditor de cemento, proveedor de logística. Un transmutado sin alquimia, un prestidigitador de contratos. La metamorfosis kafkiana del arte en pavimento.

Este acto, digno del teatro del absurdo, convirtió al Fondo en operador multiusos del gobierno, sin necesidad de pasar por el SECOP, sin licitaciones, sin veedurías, sin transparencia. En vez de curadores, ahora abundan los contratistas. En vez de proyectos artísticos, hay facturas infladas, pólizas a conveniencia y “gestores” que, pareciera, no saben declamar un verso, pero sí firmar con diligencia cada cheque.

Y no es que falten artistas. Lo que falta es voluntad para incluirlos. Los verdaderos gestores culturales son convocados solo cuando hay que legitimar el espectáculo: llenar un formulario, posar para la foto, decorar la fachada. Porque en el fondo, la política cultural ha sido sustituida por una lógica empresarial de facturación, donde el discurso cultural es el barniz con el que se maquilla el desangre presupuestal.

La distorsión es doble: no solo económica, sino simbólica. Porque cuando el lenguaje de las artes se usa para justificar contratos de cemento, de interventoría, se profana su función transformadora. La cultura, que debería ser chispa, se vuelve ceniza. Se le arrebata su voz crítica, se la amordaza con contratos. El arte se convierte en trámite, y el clientelismo aprende a recitar en alejandrinos.

La última obra de esta tragicomedia institucional tuvo su acto más bochornoso en mayo de 2025, cuando la Junta Directiva del Fondo Mixto, ignorando toda norma y procedimiento, se dio el lujo de reelegir al gerente, Alber Yaccer Quintero Pérez, en un punto de “proposiciones y varios”, sin convocatoria pública, sin hoja de vida, sin terna, sin vergüenza. Como quien elige al mayordomo del club en una tarde de dominó, a espaldas de la legalidad y del Consejo Departamental de Cultura, cuyas funciones fueron desdibujadas con el pulso firme del desprecio institucional.

Pero, como si el desdén procedimental no bastara, lo que sigue es aún más teatral: proyectos culturales ejecutados en bienes privados, canchas deportivas que se convierten en huecos, convenios como el de Mocoa, e más de 10 mil millones con sabor a elefante blanco, demandas en camino, cuentas por cobrar de casi mil millones de pesos (Traveltrip Assistance S.A.S.). El arte convertido en deuda, la cultura en expediente judicial, la gestión en escándalo.

Y ante este espectáculo, ¿quién se atreve a levantar la voz? ¿Quién osa denunciar sin miedo a ser condenado al ostracismo cultural? Muchos prefieren callar. El miedo a perder futuras convocatorias se mezcla con la resignación, y el resultado es un campo cultural colonizado por el clientelismo, atrapado en una relación tóxica con el poder político. Así, el Fondo Mixto, en vez de ser un instrumento de democratización cultural, se convierte en un cómplice de la exclusión, en un mecanismo de castigo para quien disiente.

No se trata solo de un gerente. Se trata de la dignidad de la cultura como bien público. Se trata de no resignarse al engaño, de no permitir que el clientelismo siga usando el disfraz de gestor cultural. Porque si seguimos callando, si seguimos aplaudiendo desde las graderías mientras se desangra el alma artística del Quindío, entonces mereceremos un epílogo sin aplausos. Un telón que cae, no al final de una obra brillante, sino al cierre de un sainete decadente donde la corrupción se viste de gala y la cultura, humillada, se convierte en utilería.

Es hora de recuperar el sentido. De volver al origen. De exigir que el Fondo Mixto sirva al arte y no a los contratos. Que vuelva a ser faro y no sombra. Que abrace al creador y no al contratista. Porque si permitimos que la poesía se convierta en presupuesto amañado, entonces no solo traicionamos al arte: traicionamos la posibilidad de ser mejores.

Una nota de cristal de: José Gustavo Hernández Castaño

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