
En Colombia, la corrupción no es un error del sistema: es el sistema. No se trata de una desviación o una enfermedad pasajera del aparato estatal. Es, en cambio, su forma cotidiana de funcionamiento. Como la sangre que fluye por las arterias, la corrupción circula con naturalidad por todas las instituciones, legitimada por la costumbre, legalizada por decretos, y normalizada por una ciudadanía resignada a sobrevivir en medio de la podredumbre.
Desde los días de los “auxilios parlamentarios” hasta los más recientes “proyectos de inversión priorizados en las regiones”, lo único que ha cambiado es el lenguaje. Los nombres evolucionan con elegancia burocrática: cupos indicativos, mermelada, concertación territorial, pacto por la descentralización, … nombres distintos para el mismo asco. En todos los casos se trata de lo mismo: un mecanismo de cooptación del poder legislativo por parte del Ejecutivo, a cambio de recursos, contratos o cuotas de poder, en resumen, comprar el voto con recursos públicos.
Pero sería ingenuo pensar que el Congreso, las asambleas o los concejos son simples víctimas de un gobernante depredador. La relación es más profunda, más simétrica, más cínica: es biunívoca. Los Congresistas y corporados (Diputados, Concejales) también chantajean al gobernante, lo extorsionan con el poder de su voto, lo presionan con el manejo de comisiones, el control del orden del día, la amenaza de hundir proyectos o paralizar el presupuesto. El Ejecutivo coapta, sí. Pero el Legislativo también extorsiona. Y si cree que esto ocurre solo en Bogotá, se equivoca. En los departamentos y municipios el clientelismo es aún más burdo y descarado.
Gobernar en Colombia no es solo un arte de administración: es una danza perversa de intercambios mutuos. El presidente ofrece, pero también ruega. El congresista acepta, pero también amenaza. Es una simbiosis tóxica donde la función pública se convierte en una mesa de negociación permanente, y el interés general es el gran ausente. Los gobernantes no dialogan con los congresistas para debatir ideas o construir consensos: negocian inversiones, cargos y contratos. Y los congresistas no legislan para representar a sus electores, sino para mantener la llave de la caja registradora del Estado.
Esta es la democracia transaccional que hemos construido: una democracia donde todo se compra, se vende o se trueca, incluso la legitimidad. Un sistema donde la ley no es el producto del interés común, sino el resultado de una cadena de extorsiones, chantajes y recompensas.
Y si esto pasa en Bogotá, se multiplica en los departamentos y municipios. Gobernadores que no pueden ejecutar su plan de desarrollo si antes no compran la voluntad de la asamblea. Alcaldes que deben pagar diezmos políticos en forma de contratos o favores para que el concejo les apruebe un empréstito, un ajuste tributario o una simple declaratoria de urgencia. En Colombia, las corporaciones públicas no deliberan: negocian.
Y mientras tanto, los gobiernos —todos, sin distinción— lanzan sus lemas vacíos: “Colombia potencia mundial de la vida”, “El futuro es de todos”, “Prosperidad para todos”. Frases que adornan discursos huecos, mientras en las oficinas de planeación, Secretarías de despacho y unidades ejecutoras se decide a puerta cerrada quién recibe el contrato, qué diputado o concejal, tendrá el control o participación en el hospital, puesto de salud, cómo se distribuirán milimétricamente los contratos de prestación de servicios, las provisionalidades y puestos de Libre Nombramiento y remoción, y qué representante de partido queda al frente de las licitaciones de la Secretaría de Infraestructura.
Todo se reparte: Secretarías de Educación para la contratación de transporte escolar, PAE y refrigerios, Secretarías de Desarrollo Social para tercerizar la atención a población vulnerable en fundaciones de fachada, Secretarías de Agricultura para inflar convenios con asociaciones campesinas de papel, por su cercanía al partido de turno. Incluso las oficinas jurídicas, de tránsito, de vivienda, de salud pública, de TIC, todas pueden ser piezas del ajedrez del clientelismo, porque cada puesto, cada cargo, cada contrato es un trofeo negociable.
Y si la ley exige licitación, se inventan el atajo. Para eso están los convenios interadministrativos con fondos mixtos y entidades de economía mixta, cuyo propósito real no es agilizar la gestión, sino, hacerle el quite a los procesos licitatorios, esquivar la ley 80 y permitir la contratación directa, a dedo y sin competencia. Así se canalizan cientos de miles de millones bajo el pretexto de “desarrollo territorial”, cuando en realidad lo que se desarrolla es la red clientelar del gobierno de turno.
Ahí está la trampa: no solo se roban el Estado, se lo reparten según los votos que aportó cada uno y en la misma repartija se incluye a los nuevos invitados. Las curules no representan ideas ni programas: representan cuotas de poder y capacidad de presión sobre el presupuesto. No se trata de gobernar, sino de capturar el Estado y administrarlo como botín de guerra.
No nos gobierna un sistema democrático, sino una red de intermediarios que mercadean el poder público como si fueran mayoristas de votos. No hay izquierda ni derecha cuando se trata de negociar con el presupuesto. Hay clientelas, hay cuotas, hay pactos bajo la mesa, y todo se firma con el sello de la gobernabilidad.
¿Y el ciudadano? El ciudadano vota, se indigna, maldice… y vuelve a votar. Porque este sistema no solo ha corrompido las instituciones: ha deformado las expectativas de la sociedad. Nos han convencido de que el clientelismo es inevitable, de que la corrupción es folclórica, de que la “malicia indígena” es una virtud política.
Pero no, no es inevitable. Es estructural, sí, pero no inmodificable. Lo que hace falta es voluntad política real y conciencia ciudadana organizada. Porque no basta con indignarse en redes sociales. Hay que romper la relación de dependencia entre poder y chantaje. No solo hay que exigir una reforma política que no solo cambie normas, sino desmantele el ecosistema del trueque institucionalizado.
Aún estamos a tiempo, el reloj no perdona eternamente. En las próximas elecciones no se trata simplemente de votar, sino de votar con dignidad, con memoria, con rabia organizada. Hay que elegir ciudadanos íntegros, no mecenas de contratos ni operadores de clientelas. Solo así podremos romper las cadenas del clientelismo que desangran al Estado y la corrupción que prostituye nuestros derechos más básicos. Porque, mientras no lo hagamos, la corrupción no será una falla del sistema: seguirá latiendo como su corazón mismo, no como una anomalía, sino como su naturaleza constitutiva.
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