
Colombia atraviesa un momento político decisivo. A tres años del primer gobierno progresista en nuestra historia, el país se debate entre la esperanza de un cambio estructural y el temor de que los mismos de siempre retomen el poder. La violencia política, los atentados recientes y la polarización mediática han enturbiado el debate democrático, pero también han revelado la urgencia de consolidar un proyecto político que no puede quedarse en una sola administración.
El gobierno de Gustavo Petro ha enfrentado una oposición feroz, tanto institucional como mediática. Aunque ha logrado avances significativos —como la reducción de la inflación al 5.1%, la entrega de más de 440,000 hectáreas de tierra a campesinos, y una disminución del desempleo al 8.2%— estos logros han sido sistemáticamente ignorados por los grandes medios de comunicación. La narrativa dominante ha preferido enfocarse en escándalos y tensiones internas, dejando de lado los cambios estructurales que se están gestando. A esto se suma la inexperiencia de un gobierno que pasó de la oposición a la administración sin una maquinaria política consolidada. Las reformas sociales han tropezado con un Congreso adverso, donde las mayorías legislativas han bloqueado iniciativas clave como la reforma a la salud y la laboral. El progresismo ha pagado caro su falta de gobernabilidad parlamentaria, pero eso no invalida el mandato ciudadano que lo llevó al poder.
El atentado contra el senador Miguel Uribe Turbay, precandidato presidencial del Centro Democrático, y los ataques simultáneos en Cali y el Cauca, han revivido los fantasmas de la violencia electoral de los años 90. Según la Misión de Observación Electoral, en lo que va del 2025 se han registrado más de 128 hechos violentos contra líderes políticos, incluyendo 34 asesinatos. La violencia no distingue ideologías, pero sí revela una resistencia profunda al cambio. En medio de este panorama, emergen candidaturas con discursos peligrosos y regresivos, como la del empresario antioqueño Santiago Botero Jaramillo, apodado “el candidato del balín” por su propuesta de enfrentar la corrupción y el crimen con represión directa. En contraste, el exgobernador Camilo Romero propone un enfoque innovador desde las “nuevas ciudadanías” y convoca al país con el llamado claro de Pa’lante, apostando por un diálogo amplio y transformador.
El progresismo no puede permitirse divisiones. En un país donde la derecha se reorganiza con fuerza y donde candidatos que representan el statu quo político multiplican su presencia, la unidad es más que una estrategia: es una necesidad histórica. El Pacto Histórico ha anunciado una consulta abierta para el 26 de octubre de 2025, donde se elegirá al candidato presidencial que represente el proyecto progresista. Entre los nombres que suenan están Susana Muhamad, María José Pizarro, Gustavo Bolívar y Camilo Romero. Pero más allá de los nombres, se requiere un liderazgo colectivo que siga apostando por la justicia social, la equidad y la defensa del pueblo.
La ciudadanía debe entender que el cambio no se logra en cuatro años. Se requiere continuidad, organización y una bancada legislativa que respalde las reformas. Las elecciones congresionales de marzo de 2026 serán clave para definir si el país avanza hacia la justicia social o retrocede hacia el clientelismo y la exclusión. Y será también el momento de castigar en las urnas a los congresistas que le dieron la espalda al pueblo, hundiendo reformas fundamentales como la laboral y la consulta popular, incluso en medio de movilizaciones masivas y demandas legítimas.
No se trata solo de elegir candidatos. Se trata de elegir un modelo de país. Uno que priorice la equidad, la paz territorial y la dignidad de los más vulnerables. La historia nos observa. Y esta vez, no podemos fallar.
Una nota de cristal de: Alejandro Nieto Loaiza Administrador de empresas en formación. Director de la Revista Juventud.
Notas De Cristal Para Una Generación En Construcción