
En un contexto donde la política parece naufragar entre el pragmatismo sin principios, la corrupción normalizada y la polarización que divide y envenena el discurso público, recuperar la idea de entereza puede parecer un gesto romántico o ingenuo. Sin embargo, precisamente cuando el horizonte de lo público se nubla, las palabras que invocan el alma, la coherencia y la dignidad adquieren una fuerza nueva. La entereza no es un atributo accesorio, ni una virtud marginal. Es, hoy más que nunca, un fundamento para ejercer la política con sentido, con profundidad, y con verdadero compromiso ético.
La entereza es esa fuerza interior que permite mantenerse firme, sereno y fiel a los principios en medio de la adversidad. No se trata de rigidez, ni de obstinación ciega, sino de una coherencia profunda entre lo que se cree, lo que se dice y lo que se hace. En la historia del pensamiento filosófico, la entereza ha sido concebida como una forma de fortaleza anímica. En la Ética a Nicómaco, Aristóteles la vincula con el coraje necesario para enfrentar el dolor y el miedo sin desviarse del camino del bien. En los estoicos, como Séneca o Marco Aurelio, aparece como el arte de resistir sin resentimiento, de actuar con virtud independientemente de las circunstancias externas. No depende del éxito, ni de los resultados, sino de la decisión íntima de no traicionar lo que se considera justo.Desde la psicología contemporánea, la entereza se vincula con la resiliencia: con la capacidad de seguir adelante sin perder la dirección vital. Viktor Frankl, sobreviviente del horror nazi, lo expresó con nitidez: quien encuentra un “para qué”, puede soportar casi cualquier “cómo”. La entereza, en este sentido, es la manifestación emocional de una fortaleza del alma, una afirmación del sentido incluso en medio del dolor. En el ámbito político, esa fortaleza emocional es crucial para quienes enfrentan presiones, traiciones, manipulación mediática y la soledad del poder. Un político entero no es aquel que no siente miedo, sino aquel que no permite que el miedo lo aparte de lo que es correcto.
Ética y entereza son inseparables. En el terreno de lo público, actuar con entereza implica ser fiel a los principios incluso cuando estos no rinden réditos inmediatos. Es rechazar el oportunismo que tanto abunda en nuestras campañas y gobiernos, y preferir el camino más difícil: el de la integridad. En esta dimensión, la entereza se convierte en un acto político en sí mismo: la negativa a reducir la política a cálculo, a mercadeo o a simple estrategia de poder. Como afirmaba Kant, el deber debe prevalecer sobre la inclinación. La política necesita de líderes que actúen por deber moral, no por conveniencia personal.
Y no se trata de una virtud abstracta. En nuestra historia reciente, hay ejemplos palpables de entereza política. Luis Carlos Galán enfrentó al narcotráfico sabiendo que estaba firmando su sentencia de muerte. Salvador Allende defendió la institucionalidad democrática hasta el último aliento. Michelle Bachelet, perseguida y exiliada, regresó a reconstruir un país con moderación y apertura. Nelson Mandela, tras pasar 27 años en prisión, no buscó venganza sino reconciliación. Su entereza no fue solo física o emocional, sino profundamente moral: resistir al odio sin perder la humanidad. Y Martin Luther King Jr., con una determinación pacífica inquebrantable, enfrentó la brutalidad del racismo con el poder de la palabra y la fe. Su entereza era espiritual y cívica, una convicción profunda de que la justicia debía prevalecer, aunque costara la vida. Todos ellos, más allá de diferencias ideológicas, encarnan algo común: la certeza de que el poder debe estar al servicio de los demás y no del ego. Y que vale más la derrota con dignidad que el triunfo con indignidad.
Incluso la literatura, espejo profundo del alma humana, ha sabido retratar la entereza como virtud moral. Antígona, en la tragedia griega, se mantiene firme frente a la ley injusta del Estado. El coronel de García Márquez espera una pensión que nunca llega, pero no se rinde ni se vende. Jean Valjean, en Los Miserables, transforma su vida desde el perdón y la ética, resistiendo al sistema que lo marcó como delincuente. En todos estos relatos, la entereza se presenta como la dignidad que resiste al cinismo, como la fidelidad que no se doblega.
También en el terreno espiritual, la entereza ha sido reconocida como una virtud que nace del alma. Y en muchas tradiciones religiosas, esta virtud se expresa como aceptación profunda y activa de las pruebas, como una confianza que trasciende las circunstancias. En el ejercicio del poder, esa dimensión espiritual puede transformarse en compasión, en humildad, en la certeza de que gobernar no es dominar, sino servir.
Todo esto nos lleva a una reflexión urgente: ¿puede haber transformación política sin entereza? ¿Puede haber justicia, verdad y reparación en un país sin líderes que encarnen esa virtud? La respuesta no solo depende de quienes ocupan cargos públicos. Depende también de quienes los eligen. Porque el electorado también debe ser íntegro. No se puede exigir entereza a quienes gobiernan si se vota por quienes compran conciencias, por quienes traicionan sus promesas, por quienes se sirven del poder y no sirven desde él. En las elecciones que se avecinan, cada ciudadano tiene en sus manos una posibilidad concreta de restaurar la dignidad de lo público. Y esa restauración comienza por elegir, con responsabilidad, a mujeres y hombres con entereza.
No se trata de buscar santos, ni seres perfectos. Se trata de buscar coherencia, humanidad, firmeza de carácter. Se trata de exigir que el poder se ejerza con coraje moral, con conciencia histórica, con capacidad de decir “no” cuando todos gritan “sí” a lo fácil, lo corrupto o lo conveniente. La política no necesita más genios tácticos. Necesita más líderes con alma. Porque en la política, como en la vida, hay momentos en los que resistir sin claudicar ya es una forma de esperanza activa.
Hoy más que nunca, ante el ruido, la indiferencia y la manipulación, necesitamos recordar que la entereza no se improvisa. Se cultiva. Se elige. Y también se vota.
Una nota de Cristal de: José Gustavo Hernández Castaño, Magíster en Ciencias Políticas.
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